jueves, 3 de junio de 2010

DE LA NIÑEZ Y OTROS DEMONIOS


No recuerdo mucho mi niñez, pero hay ciertas cosas que las recuerdo como si hubieran pasado ayer. Con detalles exactos. Mientras pienso en ello, y trato de retroceder la memoria, me pregunto cómo jodidos puedo seguir viva...

Lo primero que veo es, haciéndome la dormida en la cuna que mis padres pusieron en su cuarto, más o menos tendría unos 3 años. Y sí, digo "haciéndome la dormida", porque habían veces que no podía dormir, entonces me hacía la dormida, esperaba que ellos se salgan del cuarto, y como mi cuna estaba al lado de la puerta; me paraba desde la cuna a 'espiar' dónde estaban, y me moría de risa. Cuando veía que estaban por entrar, me acostaba rápidamente y los volvía a engañar. Así tantas veces hasta cansarme y dormir. Era mi manera de jugar sola. Ellos no sabían, pero eran parte de mis juguetes.

Nunca fui al nido. Mi mamá me enseñó todo lo que pude aprender yendo a uno. Me enseñó a leer, a amarrarme los zapatos, a escribir, etcétera. Todo lo que una niña de mi edad tenía que aprender para poder ingresar al Colegio. Recién, un tiempo antes de "postular" al colegio de monjas me metieron un par de meses en un nido que no me entusiasmaba en lo absoluto. De ahí sólo recuerdo: no tener amiguitos, llegar tarde porque era la última que dejaba la movilidad, recoger mi lonchera en el recreo llena de hormigas, escuchar cómo se burlaban los demás niños de mí cuando no podía agarrar la tijera con la mano derecha -no porque no supiera cortar sino porque era zurda, pero por 'órdenes' de mi padre la profesora me obligaba a cortar con la mano derecha-, y lo último que recuerdo fue que aprendí un poema que la profesora me comprometió a recitar en el día de la madre (y regalarle un ramo de flores que mi propia madre se compró). No recuerdo más.

Aún tengo guardadas las cartas que mi padre me escribía cuando estaba de viaje. En aquel tiempo la única manera de comunicarse era por teléfono o por cartas. Menos mal. Nunca me gustó hablar por teléfono, prefería leerlo que escucharlo, así mismo que me lea a que me escuche; porque nunca sabía qué decirle cuando estabamos voz con voz. Nunca lloraba cuando se iba, a excepción de una vez, que en realidad creo que derramé algunas lágrimas porque todos mis hermanos lo hacían y yo también quería saber qué se sentía. Apenas se iba yo pasaba a ocupar el sitio de la cama que él compartía con mi madre, y si yo me peleaba con ella me regresaba a mi cuarto.


Solía pintar todas las paredes de la casa, dibujaba, escribía, no sé porqué pero me gustaba mucho hacerlo. Dibujaba en cualquier pared sin importarme lo que me digan, sin importarme malograr algo. Todos estaban cansados de decirme que deje de hacerlo. Nunca les obedecía. Hasta que un día -entre gritos- me dijeron que pintarían toda la casa, y que si volvía a malograr las paredes me castigarían. Lo dejé de hacer, no por su "amenaza" sino porque lo cambié por pintar unos libros de dibujos que mi mamá me compró. Desde ahí empecé a encerrarme en mi cuarto a pintar, dibujar, jugar a la 'cocinita' con granos de arroz crudo, azúcar, y todo lo que podía robar de la cocina.


A los 4 años tuve un accidente. Era de madrugada, estaba jugando con mi hermana a pasarnos una pelotita de tenis, hasta que la pelotita de mierda se metió debajo de un mueble grande y viejo que era de mi abuela. Me tiré a recogerlo, metí todo mi cuerpo debajo de aquel mueble sucio... al levantarme calculé mal y un clavo oxidado me cortó a un centímetro cerca del ojo derecho. Yo pensé que era una de esas veces que me golpeaba y asustada corría a mirarme al espejo porque pensaba que sangraba, y al final no tenía nada. Entonces, pensé: "Es una de esas veces que siento que sangro pero al final no tengo nada. No haré caso". Voy corriendo con la pelota en la mano hacia mi hermana y le digo para seguir jugando, ella me mira asustada y me dice "¡Qué te pasó!", recién cuando ella me dice eso me percaté que mi ropa estaba manchada de sangre, luego va corriendo a traer una toalla y me la pone en el ojo. Me lleva a la sala gritando que me había cortado. Mi mamá estaba más nerviosa que yo, mi papá -que se estaba bañando- salió con jabón en el cuerpo por los gritos, se cambió, y salió a decirme que esté tranquila, mientras iba limpiando la sangre de mi rostro. En ese corto momento se hizo una pausa, hubo un silencio, pensé cincuenta veces para decirlo, pensé que quizá iba a morir y no quería llevar mis palabras a la tumba, solté lo que sentía por primera vez, con verguenza, timidéz, ¡cómo se llame!. Solté por primera vez una frase llena de amor hacia él: "Papá, si tú no estuvieras... yo me moriría". Luego de decir eso me sentí la niña más ridícula del mundo. Pensaban que ya estaba delirando, me cargaron y me llevaron rápidamente a una Clínica donde no me querían antender porque no había cirujano de turno, luego me llevaron a otra, ahí me pusieron ocho puntos. Después solo recuerdo que entré a una sala grande, me echaron en una camilla y una luz me molestaba los ojos. No, no era la luz de la "eternidad", era la luz de una lámpara que me pusieron frente a la vista para poder coserme. Me anestesiaron y ya no supe más. Fue algo que de alguna manera me marcó, no porque casi pierdo el ojo, sino porque fue la primera y única vez que tuve una muestra de amor con mi padre. Si no hubiera pasado eso, jamás hubiera dicho algo así.


Siempre tenía que acostarme a dormir bien peinada. Mi madre me hacía una cola que tenía que quedarme bien apretada y sin un solo grumo. Me acostaba con cuidado, me acomodaba despacito para no despeinarme, y si por algún motivo en la madrugada me despeinada o sentía la cola suelta, me levantaba, tocaba la puerta del cuarto de mis padres, le decía a mi mamá que me ajuste la cola de nuevo... y yo ya podía seguir durmiendo tranquila. Era una adicta del órden, todo tenía que estar perfectamente ordenado, sino renegaba y actuaba como una 'niña loca'.


Ya más grande, como a los ocho años, intenté inocentemente quitarme la vida. Mi madre me gritó por algo que hice mal, y yo, sentimental y resentida como soy, lloré en silencio, encontré unas pastillas por ahí y mientras almorzabamos en la mesa me las iba tomando de dos en dos hasta terminar las quinces pastillas que tenía en la mano. Ella me veía llorar y pensaba que era porque me gritó, pero yo la miraba y pensaba que esa sería la solución. Pasó un rato y no veía ningún efecto en mí, estaba esperando desmayarme o algo y nada pasó. Pasaron unas horas y sólo me sentía débil y con ganas de vomitar. Ahora me río, pero a esa edad era tan inocente que pensé que unas pastillas de calcio podían matarme.

Hay muchísimo por escribir... pero hay recuerdos con los que prefiero ser egoísta.