martes, 11 de mayo de 2010

El hombre es uno y ninguno...



El hombres es uno y ninguno.

Carga desde hace años con su rostro pegado al cráneo y su sombra cosida a los pies, y todavía no ha logrado comprender cuál de las dos cosas pesa más. A veces experimenta el impulso irrefrenable de despegárselo, colgarlos en un clavo y quedarse allí, sentado en el suelo, como una marioneta a la cual una mano piadosa a corrado los hilos.

Otras veces el cansancio lo borra todo y le impide darse cuenta de que lo único razonable es abandonarse a una carrera desenfrenada por el camino de la locura. A su alrededor no hay más que un continuo acoso de rostros, sombras y voces, personas que ni siquiera se plantean preguntas y aceptan pasivamente una vida sin respuestas pese al hastío o el dolor del viaje, y que se conforman con enviar alguna postal estúpida de vez en cuando.

Hay música donde él se encuentra ahora, hay cuerpos en movimiento, bocas que sonríen, palabras que se intercambian, y él está entre ellos, uno más para satisfacer la curiosidad de quienes verán como día tras día también esta fotografía se destiñe.

El hombre se apoya contra una columna y piensa que son todos inútiles.

Frente a él, al otro lado del salón, sentadas la una junto a la otra a una mesa cercana a la gran ventana que da al jardín, hay dos personas, un hombre y una mujer.
A la luz difusa, ella es sutil y dulce como la melancolía; tiene el cabello negro y los ojos verdes, tan iluminosos y grandes que se ven claramente pese a la distancia. El joven no tiene ojos más que para ella y su belleza, y le habla al oído, para hacerse oír frente al estrépito de la música. Se cogen de la mano; ella ríe de las palabras de su compañero, echando la cabeza hacia atrás y escondiendo la cara en el hueco del hombro de él.

Hace algún instante ella se ha vuelto, acaso alcanzada de algún modo por la fijeza de la mirada del hombre apoyado contra la columna, buscando el origen de su ligera incomodidad. Los ojos de ambos se han cruzado pero los de ella han pasado, indiferentes, sobre su cara, como sobre el resto del mundo que la rodea. Y ha regalado otra vez el milagro de esos ojos al hombre que la acompaña y le corresponde con la misma mirada, impermeable a todo mensaje externo a la presencia de su amada.

Son jóvenes, hermosos, felices.

El hombre apoyado en una columna piensa que pronto morirán.


(Yo Mato - Giorgio Faletti)

1 comentario:

andrés dijo...

El inicio fue estupendo! Ya me dio curiosidad leer el libro...

Un abrazo compañera invernal!


andrés